miércoles, 1 de septiembre de 2010

Dos poemas de "Morir es un arte", libro de Mariela Dreyfus editado por Tranvías Editores


Según Susana Reisz, en Morir es un arte, Mariela Dreyfus Vallejos pinta con palabras, horacianamente, las más diversas caras de la muerte para domesticar el dolor y volverlo objeto de contemplación estética.

Dreyfus Vallejos (Lima, 1960) ha publicado Memorias de Electra (1984), Placer Fantasma (1993), Ónix (2001) y Pez (2005). Actualmente es profesora de la Maestría de Escritura Creativa en Español de New York University.


BASTA SEÑORA DE LAS BELLAS IMAGENES

A Jorge


Te hablo de la muerte como una vieja herida.
Ésa que conocemos y ahuyentamos
que a diario nos visita y sobrevuela
nuestro lecho de amantes desvelados.

Amor: anoche –anoche justamente-
entornada la puerta intentamos atrapar el instante
tres minutos o diez entrelazados ajustados los dedos
ahuyentando a la dama de negro que aparece

en las caricaturas de la tele y en la prensa y se viste
de huracán o de hambre, de diaria cuchillada, de estallido
y leyendo noticias nos despierta y despierta a los niños
y nosotros, amor, ¿qué podremos hacer para que no se asusten
y sonrían aún y salgan correteando hasta el patio
pateando una pelota, llevando su lonchera calentita a la escuela?

Y yo, amor, ¿qué podré hacer entonces para que no se asusten
sino retroceder, olvidar esa imagen de mi cuerpo saltando
                     abierta la ventana nueve pisos
y qué haré sino aferrarme, atarme a las patas de la mesa
a la olla en que hierven las patatas, a la hora del té o la medicina?

Y tú, amor, ¿qué harás sino tomarme despacio y susurrarme
y que sea tu sombra bella sombra la que entonces
me libre de malos pensamientos y me aleje
de la señora muerte nuevamente
sólo un instante aquí y sólo ahora?


DI TÚ


¿El shock séptico cómo? ¿Cómo la vena se expande y estrangula,
cómo el aire ralo de noviembre se enturbia y luego viaja del gris
al gris oscuro y llega al negro?

En esa oscuridad duerme tu vientre. Cianótico el latido se aletarga,
las funciones declinan, la enfermera sostiene unos dedos
prontamente de luto, alelados.

Mide tu cuerpo, fragmentos de tu cuerpo.
Fijarse en la nariz, si es que respiras. Tocar el borde de tu brazo,
donde el pulso. Acercarse al recodo aún tibio de tu cuello,
vigilar y cuidar.

¿Qué hora es?, pregunto. ¿Qué hora es?, insisto, y el minuto
martillea su presencia, luego cesa. Podría gritar y grito.
Podría hundir la cara entre las manos, la cara en el colchón.
La hundo.

Son las nueve y cincuenta y siete de la noche.
Del año dos mil siete. A tus setenta y siete.
Podría estrujar ese guarismo falsamente auspicioso,
falsamente perfecto. Podría pedir que te despiertes
setenta veces siete.

Malabares y ardid: enarbolado juego de palabras.
Por ahora me calma y articula, por ahora impide
el arañazo, el golpe seco del puño en la pared.

Así estoy contigo, una vez más, estoy contigo.
Me perdonas la angustia y el atrevimiento.
Me lo perdonas todo. ¿Di, mamá?

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