sábado, 7 de marzo de 2009

AUNQUE ELLA SE LLAMABA ÉL

“Cartas de la monja portuguesa”



Develado el misterio de quién las escribió en la realidad, permanece aún el símbolo que a su alrededor crearon estos mensajes impulsados por un amor auténtico y absoluto. Se trata, a fin de cuentas, de un homenaje a la sensibilidad de la mujer, al margen de la historia y de los géneros.



Nunca fueron tan públicas unas cartas de amor tan íntimas como las que escribió, a su amante ausente, una monja portuguesa del siglo XVII llamada Mariana Alcoforado. Lejos de permanecer en el silencio de la esfera privada, sus palabras tomaron felizmente el destino equivocado –que es en realidad el verdadero-, para navegar desde 1669 por casi todos los idiomas del mundo y llegar hasta nosotros intactas y luminosas como en la época en que fueron redactadas.

Mariana Alcoforado, sin embargo, no era una mujer sino el seudónimo de un hombre desconocido, Gabriel de Guilleragues, quien sólo se atribuyó en vida la condición de traductor de estas joyas literarias dedicadas a un incierto oficial francés, Noël Bouton, conde de Chamilly, quien supuestamente formó parte de las tropas auxiliares francesas que peleaban a favor de la independencia de Portugal. Participación militar que hoy en día no sería recordada, si no fuera por la autoridad de las cartas.

Durante más de trescientos años, la autoría de estas ha sido el motivo para que se llenaran cientos de páginas con rigurosos trabajos de investigación. El resultado, después de tanto camino recorrido, ha sido finalmente que ella se llamaba él y que detrás de una máscara femenina se ocultaba el rostro nebuloso y tímido de un hombre que logró reflejar sin equivocaciones el sentimiento propio de una mujer.

Gabriel de Guilleragues transitó a contracorriente las costumbres de su época. En primer lugar, su trasvestismo literario fue al revés: no era Aurora Dupin escondiéndose tras el disfraz varonil de George Sand; no era Mary Evans cobijándose bajo la sombra de George Eliot, y tampoco Cecilia Böhl de Faber disfrazada como Fernán Caballero. No era, en fin, la mujer que cambiaba su nombre para enfrentar el “establishment”. Por el contrario, era un hombre que, apercibido por su extraordinaria sensibilidad y su luminosa inteligencia, había decidido hablar, incluso, más allá de su propia condición masculina.

En segundo lugar, Guilleragues, al presentarse como lo hizo y hablar como habló, creó un estilo del que en 1782 se haría deudora la novela epistolar por excelencia, “Relaciones peligrosas”, de Pierre Choderlos de Laclos.

Poco importa quien escribió las “Cartas de una monja portuguesa”, ya que la historia de los sentimientos que en ellas se describen soprepasan cualquier tipo de parámetros bibliográficos y se instalan con sus sombras, sus luces y sus intermitencias en la memoria literaria del mundo.

“Te desafío a que me olvides completamente”, dice en las cartas Mariana Alcoforado, sobre la que el poeta Rainer María Rilke ha manifestado que “su voz carece de destino, como la del ave”. Porque además su amor es radical y absoluto, como cuando la monja señala: “...todo lo que estoy obligada a ver y todo lo que inexcusablemente tengo que hacer me resulta odioso, estoy tan celosa de mi pasión que me parece que todas mis acciones y todos mis deberes os conciernen. Sí, siento escrúpulos si no os dedico todos los momentos de mi vida”.

Mariana Alcoforado, es decir, Gabriel de Guilleragues, logró hacer a través de la confesión una auténtica revelación de la vida y de todas las vidas poseídas por el amor. “Porque la confesión –como pensaba la filósofa María Zambrano- es una acción, la máxima acción que es dado ejecutar con la palabra”.



En la foto: convento en Beja (Portugal), donde habría vivido Mariana Alcoforado.



Cartas de amor





Trío Odemira, Portugal.


Las cartas de amor según Fernando Pessoa

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